domingo, 19 de mayo de 2013

El ladrón de sueños

Había una vez un tipo bajito con aires de grandeza, que aspiraba a crecer y crecer con cualquier utópico pretexto. Típico triste escenario de actualidad, ya patente en la época hitleriana. Diremos que era zapatero, profesión que deja huella en los itinerantes pasos de los demás.

Era corto de miras, de pobreza ideológica presente, y con un sentido de la justicia bastante subjetiva. Su debilidad era montarse en los zapatos de tacón de cualquier señorita que, confiada, le encomendase la misión de repararlos, habiéndose quebrado su alma por la falta de estabilidad en sus pasos.

El zapatero remendón no había logrado jamás haberse puesto a la altura de los lores de la ciudad, seguramente por sus carencias más profundas y desdeñadas que hacían, de su persona, un ser gris en medio del arcoíris.

Rechazado en el ámbito varonil, urdió un plan de conquista del globo terráqueo: atentaría contra las mujeres, seres sentimentales por excelencia, que - creía -, basan su poderío en el eco que resuena tras su caminar, producido por el potencial de sus pasos sobre el terreno, representado por sus tacones.

Decidió cortar los tacones de todos los zapatos de mujer que pasaran por sus manos. Ataviado con su potente serrucho, cortó y cortó todos los alzadores que llegaron a él.. Fueron muchos... infinitos. Sin remordimientos, sonreía, al caer la tarde, imaginando a las pobres damiselas caminando carentes de sonido, sin eco, sin  dejar rastro de su caminar...

Hasta que un día apareció una mujer por la puerta del taller. Era una chica normal, de treinta y pocos... Su pelo rebosaba fuerza; su rostro, energía y, su mirada, determinación. El zapatero se quedó mirándola perplejo, boquiabierto y extrañado. Sus zapatos no eran de tacón y aún así, caminaba con brío, con estabilidad, con poderío. Su sonrisa era sobria y risueña, no había resquicios de miedo en ella.

Bastó esa mueca inocente, no hubo más cruce de palabras. El zapatero agachó la cabeza y se alejó despacio, con paso mudo y sin dejar rastro en su caminar. Entendió que la fuerza de las mujeres no radica en sus tacones, sino en sus valientes y heroicos corazones. 

Jamás volvió a montar sobre un zapato que no fueran sus remendadas y silenciosas alpargatas, tan silenciosas y vacías como sus pasos y su alma.

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