lunes, 27 de mayo de 2013

El atardecer y la muerte de un día

Cae la tarde, otra vez. Parece que hubieran pasado inapreciables milésimas de segundo desde el último desplome del sol en el horizonte de mi balcón... Pero han replicado las campanas unas cuantas veces desde aquél sombrío atardecer. Y, unas cuantas más, desde el anterior... reflejo temporal maldito que late, del mismo modo, desde el que precedió al antecesor... Nada. Todos los atardeceres son esqueléticas y fantasmagóricas sombras de la imperativa NADA con mayúsculas. Vacío. Espeluznantes criaturas muertas que se tiñen de preciosos rojos inertes sin color. Y mañana, unas micro secuelas de segundos después de ahora, volverá a morir el sol en el horizonte de mis sombras.

Contemplo absorta la mezcla de claroscuros que desprende el grotesco agonizar de un día. Va perdiendo la vida poco a poco, sin prisa... Al son del tétrico tic tac del reloj que avanza sin remedio dentro de mis empáticas entrañas, que se desploman con él. Adolece de control, pero desprende una estoica fuerza y belleza infinita que se clava, como puñal profético, en el latir de mi corazón.

El terror magnético del último suspiro de luz me atrapa, mientras veo brotar desesperada el alma del día petrificado e inerte, del exhalo exhausto y fugaz que pasa sin estela de vida junto a mí... Quizá porque ha muerto estando muerto. O, quizá, porque nunca había estado vivo.

Telas de araña que brillan a contra luz en el balcón que, como fuertes cadenas candentes, me arrastra tras ese día que ha muerto. De luto se visten mis ojos, inundando con lágrimas el triste duelo, acompañando a este epíteto, el agonizar del sol quebrado y marchito. Ha caído el sol. Ha muerto otro día.

Cristalizados mis ojos se reflejan en el espejo. Ese espejo que acompaña a cada atardecer sombrío.

- Buenas noches -les digo, mirándoles a los ojos-. Mañana volverá a salir el sol. Nos veremos, de nuevo.

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